martes, 28 de febrero de 2017

Yo acepté las condiciones de la empresa en el momento en que firmé

Suponte que estás en la década de los sesenta del Siglo XIX. Imagínate que, como hoy y la mayoría de la población, eres parte de esa clase social llamada «Proletariado». Acabas de marchar junto a tu familia del pueblo donde de niña jugabas a subirte a los tortuosos olmos que crecían junto al río. Habiendo ahorrado un pequeño capital, os dirigís hacia Barcelona. «En la ciudad hay mejores oportunidades», le aseguraron a tu padre algunos vecinos que un año atrás habían migrado.

Aunque los primeros días vivís en casa de Ramón y Josefa, conseguís alquilar una pequeña vivienda en Poblenou, barrio típicamente obrero de Barcelona. Ahora toca buscar trabajo, pues la vida en la ciudad es carísima y cada vez hay menos dinero.

Sales a ofrecerte a distintas fábricas textiles, industria muy boyante en la Ciudad Condal por esta época. Como tú hay miles que tratan de llevar un salario a casa para poder sobrevivir y, si hay suerte, darse unos caprichos de vez en cuando. Te acercas a Can Ricart, una fábrica situada en el mismo barrio. El edificio que alberga la fábrica es bastante moderno. Te encuentras ante lo que parece una gran empresa: la gente habla de sus logros y sientes que hoy podría ser tu día de suerte.

Preguntas por el capataz. Llevas en tu mano una carta de recomendación del alcalde de tu pueblo. Él aparece de entre cientos de trabajadoras. Te diriges a él en actitud servil. Te has aseado lo mejor posible para dar buena impresión. Le explicas lo responsable y sacrificada que puedes llegar a ser. Él te mira de arriba a abajo sin emoción alguna: ¡son tantas las personas que pasan delante de sus narices mendigando un empleo!

Tras unas preguntas de rigor, el capataz te ofrece un puesto de trabajo con las siguientes condiciones: doce horas al día, desde las 6 de la mañana hasta las 12 del mediodía y de 4 a 8 de la tarde, aunque la jornada se adaptará a las horas de luz que haya y según los pedidos pendientes que se deban sacar. Esto significa que, de vez en cuando, te tocaría trabajar hasta dieciséis horas al día o puede que estés durante una temporada sin empleo. Lo último sucedería, además, si cayeras enferma, pues la fábrica no podría cargar con tu manutención debido a los costes. «Has de saber -te dice el capataz- que en este oficio la gente enferma a menudo de los pulmones, así que ya sabes a lo que te expones». Tú afirmas con la cabeza, pensando que lo importante es llevar un jornal a casa para que puedan comer los tuyos.

La jornada semanal será de lunes a sábado, por supuesto. Los amos de la fábrica decidieron hace unos años que las trabajadoras sólo disfrutarían vacaciones los domingos -con la obligación de ir a misa- y algunas fiestas de guardar, como Viernes Santo y Navidad. En cuanto a tu desempeño, entrarías como personal no cualificado y cobrarías como tal: una miseria; aunque el capataz te revela un secreto que no debes contarle a nadie: le caes bien, así que te encomendará desde el primer día una serie de funciones que él considera estás suficientemente capacitada para realizar.

Aceptas el puesto. Das tu palabra en que cumplirás fielmente tu desempeño.

El capataz, al cual llamarás de ahora en adelante, don José Luis, te enseña ahora el lugar donde trabajarás: es oscuro y hace calor. Sientes que el aire está cargado. Los materiales textiles y químicos se acumulan sin ton ni son en los lugares más insospechados. Algunos incluso tapan las puertas que dan al exterior.

Muy pronto escuchas a otras como tú quejarse de las condiciones de trabajo. Se quejan, pero no hacen mucho por remediar esta situación. Sin embargo, poco a poco el malestar va aumentando y, ya unas decenas de operarias, deciden proponer una serie de mejoras que permitan el desempeño de la labor de manera más justa.

Las trabajadores escogen un pequeño grupo de compañeras para dirigirse a los patrones. En cuanto estos conocen los nombres de estas portavoces, las despiden con determinación de acallar cualquier intento de cambio que perjudique su bolsillo.

Dudáis. Tenéis miedo y no queréis follones. Algunas comentan que ya sabíais cuáles eran las condiciones de este trabajo. Pero, ¿se puede sobrevivir sin trabajar? ¿Es que estamos en las mismas circunstancias que los amos? ¿No aceptamos este y todos los empleos porque no nos queda otro remedio? Finalmente, tras varias discusiones en torno a qué hacer, las operarias textiles deciden parar las máquinas hasta que la fábrica readmita a las compañeras despedidas. Así mismo, entienden como parte de la reivindicación trabajar ocho horas al día, que todas cobren lo mismo y no haya discriminación, y que las vacaciones no dependan de las fechas o eventos religiosos.

La lucha es dura, muy dura. Los amos tienen conocidos en el Gobierno Civil y en la Policía, y recurren a ellos para frenar las reclamaciones. La fábrica busca esquiroles entre gente desesperada y otras sin escrúpulos ni conciencia de clase. Con ello pretende evitar la bajada en la producción y el colapso económico.

Pasan los días. Las trabajadoras no ceden en su empeño por mejorar sus condiciones. Obreros de otras industrias les apoyan moral y financiando su día a día.

A la sexta semana de huelga, tras muchas jornadas de presión, los patrones ceden parcialmente ante las demandas de sus trabajadoras. Esta conquista de derechos no ha hecho más que comenzar y ellas saben que tendrán que defender con uñas y dientes cada mejora que consigan. Porque cada cosa alcanzada supone acercarse a una mayor igualdad de oportunidades y derechos respecto al amo, hasta el día en que desaparezcan quienes mandan y debemos obedecer.

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